FRUCTIFICAD Y MULTIPLICAOS

Y los bendijo Dios, y dijo: Frutificad y multiplicaos; 
llenad la tierra, y sojuzgadla. Génesis 1:28


Este es un mandato que Dios agregó para la criatura. Pero, buen Dios, ¡cuánto hemos perdido por el pecado! ¡Cuán bendito era el estado del hombre cuando engendrar hijos estaba enlazado con el mayor respeto y sabiduría, de hecho, con el conocimiento de Dios! En la actualidad, la carne está tan abrumada por la lepra de la lascivia que, en el acto de procreación, el cuerpo se vuelve groseramente animal y no puede concebir en el conocimiento de Dios. La raza humana mantuvo el poder de procreación, pero muy degradado y hasta totalmente abrumado por la lepra de la lascivia, de modo que la procreación es, apenas un poco, más moderada que la de los animales. Agréguense a esto los riesgos y peligros del embarazo y de dar a luz, la dificultad de alimentar al hijo y muchos otros males, los cuales nos señalan la enormidad del pecado original. Por lo tanto, la bendición, que sigue hasta ahora en la naturaleza, lleva consigo, por así decirlo, una maldición en sí y degrada la bendición, si la comparamos con la primera. No obstante, Dios la estableció y la preserva. Por lo tanto, reconozcamos con agradecimiento esta “bendición estropeada”. Y tengamos en mente que la inevitable lepra de la carne, que no es más que desobediencia y aborrecimiento adheridos al cuerpo y a la mente, es el castigo por el pecado. Por lo demás, esperemos con anhelo la muerte de esta carne para ser liberados de estas condiciones aborrecibles y ser restaurados aún más allá del punto de aquella primera creación de Adán… 

Aunque Adán había caído por su pecado, contaba con la promesa… que, de su carne, que ahora estaba sujeta a la muerte, nacería para él un renuevo de vida. Comprendió que produciría hijos, especialmente porque la bendición “fructificad y multiplicaos” (Gn. 1:28), no había sido retirada, sino reafirmada en la promesa de la Simiente, quien aplastaría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15). En consecuencia, creo que Adán no conoció a su Eva simplemente por la pasión de su carne, sino que también lo impulsaba la necesidad de lograr salvación por medio de la Simiente bendita. Por lo tanto, nadie debe sentirse contrariado ante la mención de que Adán conoció a su Eva. Aunque el pecado original ha hecho de esta obra de procreación, la cual debe su origen a Dios, algo vergonzoso que incomoda a oídos puros, el hombre de pensamiento espiritual debe hacer una distinción entre el pecado original y el producto de la creación. La obra de procreación es algo bueno y santo que Dios ha creado, porque procede de él, quien le da su bendición. Además, si el hombre no hubiera caído, hubiera sido una obra muy pura y muy honrosa. Así que como nadie siente recelo acerca de conversar, comer o beber con su esposa –pues estas son todas acciones honrosas– así también, el acto de engendrar tendría que haber sido algo de gran estima. Entonces, pues, la procreación continuó en la naturaleza, aun cuando se había depravado, pero se le agregó el veneno del diablo, a saber, la lascivia de la carne y el agravante de la concupiscencia que son también la causa de diversas adversidades y pecados, de los que la naturaleza en su estado de perfección se hubiera librado. Conocemos por experiencia los deseos excesivos de la carne y, para muchos, ni el matrimonio es un remedio adecuado. Si lo fuera, no habría casos de adulterio y fornicación que, lamentablemente, son demasiado frecuentes. Aun entre los casados mismos, ¡qué diversas son las maneras como se manifiesta la debilidad de la carne! Todo esto viene, no de lo que fue creado [originalmente] ni de la bendición que viene de Dios, sino del pecado y la maldición, que es producto del pecado. Por lo tanto, tienen que considerarse aparte de la creación de Dios, que es buena; y vemos que el Espíritu Santo no tiene ningún recelo en hablar de ella. No sólo no hay ninguna deshonra en lo que está diciendo Moisés aquí sobre la creación de Dios y su bendición, sino que es también necesario que impartiera él esta enseñanza y la pusiera por escrito debido a herejías futuras como las de los nicolaítas y tacianos, etc., pero específicamente por el papado. Vemos que a los papistas no les impresiona para nada lo escrito anteriormente (Gn. 1:27): Dios “varón y hembra los creó”. Por la forma cómo viven y la manera como se vinculan y encadenan con votos, pareciera que no se consideran ni varones ni mujeres. No les impresiona para nada que está escrito que el Señor formó a Eva para Adán y que éste dijo: “Esto es ahora hueso de mis huesos” (cf. Gn. 2:22-23). La promesa y la bendición no les causa ninguna impresión: “Fructificad y multiplicaos” (Gn. 1:28). Los Diez Mandamientos tampoco les causa ninguna impresión: “Honra a tu padre y a tu madre” (Éx. 20:12). ¡Tampoco les hace mella el hecho de haber nacido como resultado de la unión de un hombre con una mujer! Haciendo caso omiso a todas estas consideraciones, obligan a sus sacerdotes, monjes y monjas a un celibato perpetuo, como si la vida de los casados, de las cuales habla Moisés aquí, fuera detestable y reprochable. Pero el Espíritu Santo tiene una boca más pura y ojos más puros que el papa. Por esta razón, no tiene ningún recelo en referirse a la unión de esposo y esposa, que aquellos eruditos católicos condenan como execrable e inmunda. Tampoco el Espíritu Santo condena esa unión en ningún pasaje. Las Escrituras están llenas de referencias como ésta, por lo que algunos han prohibido que los monjes y monjas jóvenes lean los libros sagrados. ¿Qué necesidad hay de decir más? Tal fue la furia del diablo contra la santidad del matrimonio y creación de Dios, que por medio de los papistas obligó que los hombres renunciaran a la vida matrimonial… Por lo tanto, hay que guardarse contra esas doctrinas de demonios (1 Ti. 4:1) y aprender a honrar al matrimonio y hablar con respeto acerca de esta manera de vivir porque vemos que Dios lo instituyó y es alabado en los Diez Mandamientos, donde dice: “Honra a tu madre y a tu padre” (Éx. 20:12). Y a esto se agrega la bendición: “Fructificad y multiplicaos” (Gn. 1:28). Aquí, al que oímos hablar es al Espíritu Santo y su boca es casta. No debemos ridiculizar ni burlarnos de los vicios e ignominias que se adjuntaron a lo que Dios había creado, sino cubrirlos, tal como vemos a Dios cubrir la desnudez de Adán y Eva con túnicas de pieles después de que pecaron. El matrimonio debe ser tratado con honra; de él provenimos todos porque es un semillero, no sólo para el Estado, sino también para la Iglesia y el reino de Cristo hasta el fin del mundo. 

Los paganos y otros sin Dios no comprenden la gloria del matrimonio. Se limitan a compilar las debilidades que existen tanto en la vida matrimonial como en el género femenino. Separan lo inmundo de lo limpio, de tal manera que retienen lo inmundo y no ven lo limpio. También, de esta manera, algunos eruditos de la ley emiten juicios impíos sobre este libro de Génesis diciendo que no contiene más que las actividades lascivas de los judíos. Si, además de esto, cunde un desprecio por el matrimonio y se practica un celibato impuro, ¿acaso no son estos hebreos culpables de los crímenes de los habitantes de Sodoma y merecedores del mismo castigo? Pero dejemos a un lado a estos hombres y escuchemos a Moisés. No bastó que el Espíritu Santo afirmara: “Conoció Adán a… Eva”, sino que incluye también “su mujer” [significando su esposa]. Porque el Espíritu no aprueba el libertinaje disoluto ni la cohabitación promiscua. Quiere que cada uno viva tranquilo con su propia esposa. A pesar de que la relación íntima de un matrimonio no es de ninguna manera tan pura como lo hubiera sido en el estado de inocencia, en medio de esa debilidad causada por la lascivia y de todo el resto de nuestras desgracias, la bendición de Dios persiste. Esto fue escrito aquí, no por Adán y Eva (porque ellos hacía mucho que habían sido reducidos al polvo cuando Moisés escribió estas palabras), sino por nosotros, para que aquellos que no se pueden contener, vivan satisfechos con su propia Eva y no toquen a otras mujeres. La expresión “conoció a… su mujer…” es exclusiva del hebreo porque el latín y el griego no se expresan de esta manera. No obstante, es una expresión muy acertada, no sólo por su castidad y modestia, sino también por su significado específico, porque en hebreo tiene un significado más amplio que el que tiene el verbo “conocer” en nuestro idioma. Denota, no sólo un conocimiento abstracto sino, por así decir, sentimiento y experiencia. Por ejemplo, cuando Job dice de los impíos que conocerán [o sabrán] lo que significa actuar en contra de Dios, está queriendo decir: “Sabrán por experiencia y lo sentirán”. También el Salmo 51:3 dice: “Porque yo reconozco mis rebeliones”, significando: “Lo siento y por experiencia”. Igualmente, cuando Génesis 22:12 dice: “Ya conozco que temes a Dios”, se trata de “Ya he comprendido el hecho por experiencia”. Así también, Lucas 1:34: “Pues no conozco varón”. De hecho, María conocía a muchos hombres, pero no había tenido la experiencia ni sentido a ningún hombre físicamente. En el pasaje que tratamos, Adán conoció a Eva, su mujer, no objetiva ni especulativamente, sino que realmente había sentido por experiencia a su Eva como una mujer. El agregado “la cual concibió y dio a luz a Caín” es indicación segura de una mejor condición física que la que hay en la actualidad porque en aquella época no había tantos habitantes ineficaces como los hay en este mundo en decadencia; pero cuando Eva fue conocida, sólo una vez por Adán, quedó embarazada inmediatamente. Aquí surge la pregunta de por qué Moisés dice “dio a luz a Caín” y no “dio a luz un hijo y lo llamó Set”. Caín y Abel eran también hijos. Entonces, ¿por qué no son llamados hijos? La respuesta es que esto sucedió a causa de sus descendientes. Abel, que fue muerto por su hermano, murió físicamente; en cambio, Caín murió espiritualmente por su pecado y no propagó la simiente de la Iglesia ni del reino de Cristo. Toda su posteridad pereció en el Diluvio. Por lo tanto, ni el bendecido Abel ni el condenado Caín llevan el nombre de hijo, sino que fue de los descendientes de Set de quienes nació Cristo, la Simiente prometida.




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Tomado de “Lectures on Genesis, Chapters 1-5” (Conferencias sobre Génesis, capítulos 1-5) de Luther’s Works (Las obras de Lutero), Tomo 2, ed. Jaroslav Jan Pelican, Hilton C. Osward y Helmut T. Lehman, Concordia Publishing House.

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